Por: Fernanda Sández para Bocado
Definida por algunos especialistas como “la chatarrería de pesticidas del mundo”, América Latina es una región especialmente peligrosa para niños y niñas. Los agrotóxicos impactan de modos siniestros en los cuerpos infantiles, todavía incapaces de desintoxicarse. ¿Cómo es ser niño o niña al sur del sur, en un territorio jaqueado por los OGM y sus venenos asociados? Un ensayo desde Argentina, Brasil y Paraguay.
Por Fernanda Sández para Bocado
“Todo. La mandioca, el maíz… Pero también nuestras gallinas, nuestros chanchitos, hasta las vacas. Todo se muere”, dice Rosa Britez, vecina de San Pedro, en Capiibary, una localidad rural a 500 kilómetros de Asunción, capital del Paraguay. Rosa tiene 34 años, tres hijos -10, 8 y 5 años- y una costumbre: encerrarse junto a ellos en su casita de madera cada vez que fumigan en el campo vecino, sembrado de soja, y el aire se vuelve irrespirable.
Rosa usa labial rosado y tiene la sonrisa fácil, sólo que hoy no se le nota tanto. No sonríe, de hecho. Su abuelo, campesino como ella, acaba de morir y “ahora estamos con la novena. Entre rezos, por su alma”.
Paraguay, el país de Rosa, es el más católico de Latinoamérica (90% de adultos se declara como tal), pero también ocupa el primer puesto en algunos rankings un poco más tristes. Por ejemplo, el primer país del mundo condenado por el Comité de Derechos Humanos de la Organización para las Naciones Unidas (ONU) a raíz de una muerte por agrotóxicos.
De una muerte no: de un muerto. Un muerto joven, sano. Un muerto hermoso, campesino como Rosa.
Ese muchacho de veintiséis años que le valió a Paraguay en 2019 una condena internacional era Rubén Portillo Cáceres. Falleció el 6 de enero de 2011 en un lugar llamado Colonia Yerutí, pero que tranquilamente podría haberse llamado de cualquier otro modo porque en América Toxina lo que se nombra es siempre lo mismo: horizonte idéntico de sojales, maizales o algodonales, según la estación, fumigado por aire y por tierra con sustancias que -como el bifentrin, el clorpirifós, el paraquat o la atrazina- están prohibidas en los países que las fabrican y las exportan a la chatarrería de pesticidas del mundo. Las mandan a América Toxina y al Paraguay, una radiografía viva del desastre en proceso.
Un país volcado por entero a la producción de commodities (soja, maíz, algodón) que, al tiempo que exporta granos repletos de plaguicidas, tiene que importar lo que come. La razón: 94% de la tierra cultivable está dedicada a las commodities, por lo que 7 de cada 10 alimentos vienen del exterior. Y ese modesto territorio destinado a la producción para consumo humano es cada vez más chico. Según datos de Con la soja al cuello 2020 -Informe sobre agronegocios en Paraguay, elaborado por la ONG BASEIS- entre 2018 y 2019, la superficie dedicada a la agricultura familiar y campesina creció apenas 194 hectáreas. El agronegocio, en cambio, sumó 108.000 has.
En Colonia Yerutí, el pueblo donde vivió y murió Rubén Cáceres, se planta soja transgénica, el cultivo del que Paraguay, pese a su limitada extensión, es el séptimo productor mundial, compitiendo con gigantes sojeros como Estados Unidos, Brasil o Argentina. Con sólo 7 millones de habitantes, este pequeño país del sur es un gigante exportando commodities. Es, por caso, el cuarto productor mundial de maíz transgénico, resistente a varios pesticidas y capaz de matar por envenenamiento a los insectos que intenten comerlo. Y todo eso, claro, no es gratis. No al menos para gente como Rosa o como Rubén. No para quienes resisten solos y a campo abierto el avance de este mar verde dólar.
En Colonia Yerutí, departamento de Canindeyú, había hasta no hace tanto todo chacras que producían maíz, mandioca y maní, además de algunos establecimientos ganaderos. Hasta que a fines de los noventa, llegó la primera soja transgénica –la tristemente célebre Round Up Ready o RR1, diseñada por la empresa Monsanto para sobrevivir a las fumigaciones con glifosato, también patentado por esa compañía- y la vida de Rubén y tantos otros cambió para siempre. El muchacho vivía junto a su familia en una casa pegada a la Estancia Cóndor S. A., una finca dedicada a cultivos biotecnológicos.
Primero, murieron las gallinas, entre espasmos. Más tarde, falleció Rubén, entre vómitos y diarrea. Durante tres años, el Estado paraguayo ignoró el reclamo de su familia, que terminó llegando a tribunales internacionales que le dieron la razón. Hubo una sanción para Paraguay, pero en última instancia no dejó de ser una formalidad. Hoy, los responsables de esa la muerte siguen libres. Y a esa impunidad, en Paraguay, la gente la resume con una palabra en guaraní: “opareí”.
“Significa que no pasó nada, que quedó todo a mitad de camino”, traduce Rosa. Su pequeño mundo en San Pedro, lleno de maíces quemados, árboles de naranjo que se secan desde la copa y enormes gusanos verdes que huyen del campo fumigado y se refugian en el cultivo de Rosa, bien podría llamarse Villa Opareí. La tierra de la justicia ausente.
Ahogarse fuera del agua
Ella conoce de memoria cómo es eso de denunciar y volver a denunciar los atropellos sin que nada pase. O sí: los sojales están cada vez más cerca y por eso escapar se hace cada vez más difícil.
Explica, con su acento dulce: “Acá en la chacra, producimos lo que vamos a comer y para vender también. Pero frente a nuestra casa hay un gran plantío de soja y muchas veces, cuando ellos pasan secante o algún fungicida fuerte, provocan alergias, irritaciones en la piel y en los ojos sobre todo de los niños. El agua que tomamos da diarrea y muchas veces tiene olor a veneno. Los pececitos del arroyo ya no existen. Ya no existen, ya no hay más. Muchas veces hasta nuestros animalitos mueren. Nuestra gallina, nuestros chanchos, vacas… Esta vez tuvimos mucha muerte de vacas y no sabemos de qué. Es decir: nosotros sí sabemos de qué es, pero no tenemos cómo justificar, ¿verdad? No tenemos cómo investigar porque somos pobres.
“Uno tiene que salir de la chacra, ir al centro, llegar a Asunción, buscar una persona que te pueda ayudar, abogados… Y eso es costoso. Por eso, muchas veces se deja que pase esto porque no tenemos forma, no hay recursos para defendernos. Nunca pasa nada, todo queda en el camino o, como decimos nosotros, opareí”.
Con todo, las comunidades campesinas paraguayas se unen para enfrentar al agronegocio y, desde 1993, la Organización de Lucha por la Tierra (OLT) reúne, asesora y defiende a campesinos y campesinas. Nicolás Maidana es miembro de esa organización, además de maestro de escuela, y desde Colonia Unión Agrícola -un asentamiento de 150 familias campesinas en el departamento de Caazapá, uno de los más pobres del país- explica que ellos, como Rosa, tampoco usan agroquímicos.
“Usamos cosas naturales, porque producimos alimentos”. Nombra entonces el azufre, las ramas de paraíso maceradas. “Todas cosas naturales”, insiste y explica que cada tanto organiza capacitaciones sobre agroecología con compañeros campesinos que están en la misma lucha por la tierra, pero también por la salud.
Cuenta entonces el caso de V, una niñita de su comunidad. V no camina, pero sonríe desde su silla de ruedas. Los suyos no saben qué tiene porque nadie les explica demasiado. “Su familia viene de una zona donde se usaban muchos agrotóxicos y ella ya nació así. Por eso se vinieron para acá”, explica Nicolás.
“Acá, en las zonas sojeras, hay muchos abortos espontáneos. La gente les dice ‘angelitos’ y los entierran alrededor de la casa adonde ocurrió el caso”, cuenta Augusto Acuña, también miembro de la OLT, además de técnico agroecológico y referente campesino. “Pero no hay denuncias porque la gente tiene miedo. Los sojeros, principalmente brasileños, son muy violentos. No respetan ninguna ley ambiental y la gente sufre intoxicaciones diarias, principalmente los niños y niñas en edad escolar, que además tienen que pasar camino de la escuela por sojales sin barreras”.
En la familia Britez, hubo también un angelito. Una angelita, en realidad: Carina Núñez, una prima de Rosa. La última foto que le tomaron la muestra conectada a un respirador.
“Ella vivía en la ex Colonia Laterza Cue, en Caaguazú. Ahí hay empresas transnacionales que cultivan maíz y soja. Ahí vivía mi prima. Sus padres siguen ahí. La empresa se encargó de que ella pudiera ir mensualmente a su doctor, a hacer su quimio. Ofrecían un vehículo para llevarla y dinero para comprar su medicamento. Porque la empresa sabe de qué ella se enfermó. Y sabe que si había denuncia y una buena investigación, iban a gastar más. Entonces, la ayudaron así, de a poquito, ofreciendo dinerito para que no hicieran la denuncia”.
“Yo hoy le pregunto a mi tío por qué no hizo la denuncia y él me pregunta: ‘¿Y para qué, si yo necesitaba plata para mi hija para poder llevarla al doctor? Yo no tenía tiempo para estar haciendo denuncias’. Ni los doctores quieren dar su diagnóstico. Los doctores no les entregan los análisis a los parientes. Ellos tratan la leucemia nomás. No daban ni para sacar fotos a sus análisis hasta que no pudo más ella. Y falleció. Y todo quedó así. Opareí”.
Entre 1991 y 2018, según precisa Agrotóxicos en América Latina: violaciones al derecho a la alimentación y a la nutrición adecuada, el informe 2020 de la Food First International Action Network (FIAN), más de 100.000 familias campesinas paraguayas abandonaron sus tierras y 300.00 hectáreas de selva y bosque fueron arrasadas para el agronegocio. En ese contexto, personas como Rosa, Rubén o Carina no entran en la ecuación. O, si lo hacen, es sólo cuando se enferman o mueren a raíz del infernal ritmo de uso de agrotóxicos. Sólo un dato: entre 2011 y 2013, Paraguay cuadruplicó la importación de pesticidas, pasando de 8.8 a 32.4 millones de litros.
Desde hace más de una década, la pediatra Stela Benitez Leite –médica, profesora de pediatría clínica en la Universidad Católica y definitivamente la sonrisa más radiante del Hospital del Niños de Asunción- investiga el impacto de los plaguicidas en niños y neonatos. Comenzó en 2007, con un estudio que evidenciaba la correlación entre exposición agroquímicos de las gestantes y el nacimiento de bebés con malformaciones congénitas. Una década más tarde y con ayuda del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), logró ponerle imágenes y datos al daño.
Investigando el ADN de niños de entre cinco y diez años de la localidad rural de San Juan, en Canindeyú, comprobó que casi la mitad (45,9%) tenía daño genético, algo que no sucedía con los niños de Sargento Báez, un pueblo libre de fumigaciones y utilizados como control. La médica aclara que “no existen investigaciones oficiales sobre el tema y no contamos con información específica sobre estas situaciones, pero sí con testimonios de campesinos afectados que no recibieron el tratamiento adecuado”. Al igual que sucede en Chaco, Argentina, a las víctimas de las fumigaciones se las trata con antialérgicos, antigripales o como si sufrieran de asma, borrando así la relación ambiente y estado de salud.
Justamente por eso, los resultados del trabajo científico liderado por Benitez Leite cayeron como una bomba en el sojal: fue la primera vez que -oficialmente- el rastro del veneno se dejaba ver del otro lado del microscopio, sobrevolando el futuro de todos esos chicos. Porque ese daño puede terminar generando desde abortos espontáneos hasta Mal de Parkinson, afectar el neurodesarrollo o provocar malformaciones. “Hay tres generaciones afectadas”, dice la médica.
“Cuando comenzaron a difundirse los resultados por los medios de comunicación, se apuntó a descalificar el trabajo y lo que revelaban los datos: la evidencia del daño genético en el grupo de niños expuestos a agrotóxicos”. Lo mismo que, de hecho, les sucede a los fetos cuyas madres viven en áreas fumigadas. Eso que Benitez Leite comenzó a estudiar una década atrás y muestra datos inquietantes. “Hoy en nuestro país, las malformaciones congénitas constituyen la segunda causa de mortalidad neonatal, cuando antes ocupaban el quinto lugar”, explica. Opareí, diría Rosa, bajo su sol tremendo.
Guerra adentro
En Brasil, hay un bot llamado Robotox que twittea cada vez que el gobierno aprueba un nuevo agrotóxico. En 2019, no twitteó una ni diez ni cien veces: lo hizo 474. Hoy, en el Brasil del presidente Bolsonaro, hay 3.231 agrotóxicos aprobados y allí se repite –sólo que a escala faraónica- lo mismo que se ve alrededor.
Todo el sur del continente es tierra de sacrificio, un animal abierto del que se extraen granos, minerales y combustibles para el resto del mundo. A cambio llegan bienes, pero sobre todo males, en forma de millones de toneladas de pesticidas que viajan desde Europa a seguir alimentando la máquina venenosa.
En Pernambuco, en medio de ese paisaje que Joao Cabral de Melo Neto usó para ambientar su Muerte y vida severina, hoy vive Geovanni Leao, miembro de la Comisión Pastoral de Tierras y activista por los derechos de campesinas y campesinos en ese norte donde hoy se enfrentan quienes habitan y trabajan la tierra desde hace generaciones, y quienes ven en este paisaje apenas un primer escalón hacia la fortuna.
Aquí suenan tiros. Aquí la policía es el brazo ejecutor de las empresas agropecuarias, una de las cuales –Mata Sul- controla unas 5.000 hectáreas en donde vive más de la mitad de la población del municipio de Jaqueira. Aquí también los agrotóxicos -que gozan de beneficios impositivos y están exentos del pago del Impuesto Sobre los Productos Industriales- vuelven a ser lo que siempre han sido: armas de guerra, modos perversos de persuadir. “Porque, si se queman los cultivos, los animales se mueren y los hijos se enferman, ¿quién va a querer quedarse, ah? Nadie”, pregunta y se responde Geovanni. Y cuenta que, en 2019, “la empresa ordenó la destrucción de una plantación de plátanos y echaron veneno sobre la plantación destruida para que no volviera a crecer”.
Pero no se quedaron conformes y el 7 de abril de 2020, en plena pandemia, volvieron al ataque. Ese día, “la empresa contrató un helicóptero que fumigó con agrotóxicos en las comunidades de Fervedouro y Barro Branco. Esta fumigación afectó a los cultivos y a los propios agricultores para obligarlos a abandonar sus propiedades porque también contaminaron las aguas”. Y, como estaban en pandemia y restricciones para circular, no pudieron ir al hospital y debieron soportar el ahogo y las reacciones alérgicas con remedios caseros.
El video, filmado por los vecinos con sus propios celulares, confirma lo que cuenta Geovanni: un helicóptero sobrevuela las casas y los plantíos, arrastrando la nube venenosa como si fuera una cola de novia. Pero aquí no se siembra soja ni algodón. Aquí hay vacas y caña de azúcar, y muchas ganas de arrancar a la gente de su tierra.
Del agua: según cuenta, hace algún tiempo, la empresa Agropecuaria Mata Sul rodeó con una cerca de alambre la fuente adonde iban a buscar agua los campesinos. ¿La idea? Expulsarlos de los campos adonde han vivido desde siempre, pero que, desde 2017, fueron alquilados por las autoridades a esa empresa, con ellos y ellas adentro.
“Los niños y las niñas sufren sobre todo secuelas psicológicas porque viven como los chicos de ciudad: adentro de sus casas. No pueden salir a jugar, no pueden correr, no pueden comer las frutas, no pueden nada”, explica Leao. Algunos niños han visto cómo la policía se llevaba presos a sus padres y todos le tienen un enorme temor a los uniformados.
Hacen bien: dos campesinos han sido golpeados, doce han sufrido amenazas de muerte y uno de ellos -Edeilson Alexandres Fernandes Da Silva- fue emboscado y atacado. Le pegaron siete tiros. Sobrevivió. Los medios locales –algunos, un medio local- hablan de “listas de muerte”, de personas reconocidas por el agronegocio como enemigas y marcadas para morir. Entre ellas, varios de los dirigentes y familias instaladas en la zona del ex ingenio Usina Caneca, un terreno de 5.000 hectáreas en donde existen seis comunidades campesinas forzadas a enfrentar no ya a los sojeros y “reyes del ganado”, sino también a las autoridades que cierran filas con los poderosos de turno.
A Leonardo Melgarejo -investigador, miembro de la Sociedad Brasileña de Agroecología, miembro de la Unión de Científicos Comprometidos Con la Sociedad y la Naturaleza de América Latina (UCCSNAL), y responsable del estudio 2020 de la FIAN- lo que sucede en Pernambuco lo impacta, pero no lo asombra porque ve en esto una postal más de una democracia completamente capturada por las corporaciones. Y da un ejemplo: “La Agencia Nacional de Vigilancia Sanitaria, ANVISA, alteró la forma de clasificación de la toxicidad de los agrotóxicos. Pasó a priorizar las intoxicaciones agudas con riesgo de muerte y, gracias a eso, muchos agrotóxicos accedieron a una ‘reducción’ de su nivel de riesgo”.
“La mayor parte de los nuevos agrotóxicos autorizados son productos antiguos, algunos de los cuales tienen limitaciones de uso en otras regiones del planeta. En América Latina, se venden productos prohibidos en otras regiones, lo que los vuelve más baratos. Esto está siendo interpretado como ‘beneficioso’ para el agronegocio de países poco preocupados por el impacto de estos agrovenenos sobre la salud humana y ambiental. Pero los desastres ambientales deben llevar al cambio de nuestros gobernantes. La población va a exigir eso, en defensa de la vida y de la soberanía de los pueblos, en toda Latinoamérica”.
Mientras tanto en Jaqueira, donde vive Geovanni, quienes defienden la vida y la soberanía son las mujeres y los hombres que resisten las amenazas, los golpes, la cárcel.
Los niños y las niñas, quienes también resultan ser los más afectados por un sistema de envenenamiento que -para ocultar el daño- esconde a las víctimas. Así, según datos presentados por la investigadora Larissa Bombardi, geógrafa y profesora de la Universidad de San Pablo, por cada caso de intoxicación contabilizado por el sistema de salud, hay otros 50 que no se registran. De allí que la cifra oficial de bebés de entre 0 y un año intoxicados por agrotóxicos en Brasil entre 2010 y 2019 trepe de los 500 que registró el Sistema Unico de Salud (SUS) a los más de 25.000 que menciona Bombardi.
Para ella, en nuestra región, “la gente vive una relación que no es de asimetría, sino de fosa abismal entre la realidad de América Latina y la realidad de los países de economía fuerte. Y eso es algo que es intolerable. Debemos caminar en el sentido de una regulación internacional y como Humanidad debemos pensar en la superación de este modelo”.
La otra primavera silenciosa
En Argentina, la llegada de la primavera coincide con el momento en el que millones de hectáreas son fumigadas para “limpiar” los lotes que recibirán millones de semillas de soja que pagan patente, resisten cada vez más venenos y cuyos granos se exportan tanto a China como a la elegante Europa, que sólo en 2018 exportó a Sudamérica 6.842.542 de litros de agrovenenos que fabrica, pero prohíbe usar en su propio territorio. De hecho- a excepción de España y Portugal-, tampoco siembra OGMs aunque acepta de buen grado que el Mercosur siembre una superficie equivalente a la de Francia con soja transgénica y cuyo costo humano y ambiental pagaron otros. Y otras, como Estela Lemes, una maestra rural de la provincia de Entre Ríos que todavía lleva en el cuerpo lo que el veneno le hizo: se cae, le cuesta coordinar algunos movimientos, ha dejado de hacer muchas cosas y está en tratamiento médico.
Como maestra de la escuela rural 44, Bartolito Mitre, desde hace décadas denuncia las fumigaciones sobre ella y sobre sus niños.
Recién en 2021, un tribunal laboral escuchó su reclamo y obligó a su empresa de atención médica a pagarle el tratamiento que necesita y al Estado a indemnizarla por los daños.
“Hoy, los dos campos linderos a la escuela, después de las denuncias, tienen pradera y pusieron animales. Pero los cercanos a la escuela siguen, siguen fumigando. Viene el ingeniero agrónomo y me dice que va a fumigar al otro día, que es sábado. Entonces, me presenta la receta agronómica y el permiso de la policía. Pero yo no soy quién para estar mirando y además que no haya niños en la escuela porque es sábado no significa nada. Igual la deriva llega y hay gente viviendo en los alrededores, en un barrio. Entonces, no fumigan a los chicos en la escuela, pero sí los fumigan en sus casas”, protesta.
En la Argentina transgénica, esa que es –detrás de Estados Unidos y Brasil- el tercer productor mundial de soja, las maestras rurales expuestas a fumigaciones sufren daños en su salud que nadie parece haber previsto y por los que nadie parece tampoco dispuesto a pagar. Pero, ¿qué es lo que sucede entonces con todos esos niños y niñas expuestas a fumigaciones durante los catorce años que en este país abarca la educación obligatoria?
La doctora María del Carmen Seveso –médica intensivista, miembro de la Red de Salud Popular Ramón Carrillo y defensora del derecho a la salud de los pueblos fumigados- es clara: “Estos productos son venenos. Ve-ne-nos. Y como los niños tienen, por una cuestión de desarrollo, menos enzimas hepáticas que son las que metabolizan todos estos tóxicos, son más frágiles. Pero, además, tienen las meninges menos desarrolladas y el veneno impacta directamente en su sistema nervioso central. Tanto el feto como el niño pequeño son los que más daño reciben por la inmadurez de su sistema de defensa. Son organismos que se están desarrollando y, por eso mismo, son más vulnerables”.
Ana Zabaloy, maestra rural de la zona de Areco, luchó durante años en defensa de sus alumnos, niños y niñas a los que -como Rosa Britez- también tenía que encerrar en el aula cuando los campos linderos eran fumigados por aire y tierra.
Ana, psicopedagoga y directora de la Escuela Rural 11, fue fumigada en más de una oportunidad y recibió en plena cara una descarga de 2-4 D. Para proteger a sus alumnos lo hizo todo y más: consiguió testigos, hizo denuncias, pidió ayuda a los científicos para analizar el agua que bebían los chicos, consiguió un amparo legal, dio charlas y les contó a todos los que pudo que todo en su escuelita rezumaba agrotóxicos. Que los chicos estaban tan acostumbrados al veneno que en el campo, junto a las vacas y los molinos, dibujaban a las avionetas como si fueran parte del paisaje.
Por eso, Ana ayudó a redactar una ley (la Ordenanza 4226/17, que prohíbe las fumigaciones aéreas en la zona) y explicó en una sola frase por qué los niños y niñas del campo deben ser especialmente protegidos: “Porque una escuela pública rural es un pedacito de Estado. Una isla en medio de la nada para recordarles a estos chicos que ellos son sujetos de derechos”.
Hoy, exactamente hoy, se cumplen dos años de su fallecimiento. Murió de cáncer. Y de opareí.
Publicado por: La tinta